sábado, 31 de diciembre de 2011

CONTAR CUENTOS A LOS NIÑOS

   El miércoles, día 4 de enero, a las siete de la tarde, en la Cafetería El Bombón, de Calatayud, las chicas del Club de Lectura Bilbileyendo vamos a contarles cuentos a los niños. Algo muy agradable siempre, y más en estos días de Navidad. Primero irán las criaturas a entregar sus cartas a los pajes de los Reyes Magos y luego vendrán a la Cafetería a escuchar cuentos.
   Está todo el mundo invitado a venir. Si la cafetería se queda pequeña, nos saldremos a la plaza. Venid y si sois adultos y no tenéis niños a los que acompañar, haced que vuestro niño interior, ese niño interior que todos llevamos dentro, disfrute y sonría. Es nuestro particular regalo de Reyes. Sed felices.

viernes, 30 de diciembre de 2011

LA HUÉSPEDA, un poema de Gloria Fuertes

  

   Sin comerlo ni beberlo nos han encerrado en el Cuarto Oscuro 
  -¡ la vida!- 
(¡Qué cuarto de hora tan pequeño!) 
¡Qué cuarto tan pequeño sin ventanas! 


El mío tiene dos puertas, eso sí, 
una cerrada, 
                    -¡ Y sólo Dios sabe donde está la llave!- 
y la otra de par en par... 

   Por ella entra y sale la fulana de la angustia... 
...La dejé entrar en casa, 
y me pidió quedarse, 
me pilló en mal momento, 
y le di manta y todo. 
Vino para una noche, 
y ya va a hacer dos años; 
...empezó a meter muebles, 
y a adularme los versos... 
Otras veces intenta matarme con su vino, 
o con su droga barata de tristeza... 
¡Voy a hacerlo! 
¡Quiero deshacerme de ella!... 

...El Abogado dice que no tengo derecho, 
que ha pasado el período... 
y que ha metido muebles... 
y sigo con la Huéspeda. 
La zorra de la angustia 
anoche llegó mala... 
¿Y cómo voy a echarla 
si me vino preñada de esperanza? 


  (De "Obras incompletas")

GLORIA FUERTES (Madrid, 28 de julio de 1917 – ibídem,27 de noviembre de 1998) fue una poeta (no le gustaba que la llamaran poetisa) española.
   Aunque ella siempre se definió como «autodidacta y poéticamente desescolarizada», su nombre ha quedado ligado a dos movimientos literarios: la generación del 50 y el postismo, grupo literario de posguerra al que se unió a finales de los 40 y del que formaban parte Carlos Edmundo de Ory,Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi, y en el que también colaboraron Ángel Crespo y Francisco Nieva.
  Para saber más de la autora: http://es.wikipedia.org/wiki/Gloria_Fuertes

  

miércoles, 28 de diciembre de 2011

EL JUEGUITO DE TÉ, un cuento de Poldy Bird

 
  De porcelana blanca, cascarita de luna, con una rosa rosa y otra amarilla, el juego de té fue sacado de la caja por manos un poco pegoteadas de caramelos, mientras la mirada de mamá Frida aprobaba.
-Jugá mucho con esas tacitas, con esa tetera..., serviles el té a las muñecas, a tus amiguitas... Los juguetes son para gastarlos.
El marido de Frida no estaba tan seguro de querer entregar ese juego que había sido de su niña, la pequeña Miriam Raquel, que ya corre carreras con los ángeles y le riza los rayos al sol.
-Pero cuidalo...-musitó, y le vi un gesto como de querer ubicar hacia el centro de la mesa una tacita que estaba en el borde. Cuidalo... Un cuidalo que quería decir “Era de mi hija..., de mi niña, que ya no puede jugar. Es un poco mi niña..., no la lastimes...”
De porcelana blanca con rosas pálidas...
Unas rosas que contrastaban con tus mejillas arreboladas, Verónica.
Unas rosas delicadas que no se parecían a la torpeza de tus movimientos.
Revoltosa, barullera, trompo, goteando con agua el piso; la teterita llena, convidando a las muñecas, imitando la voz de “la señora” que pone mamá, sin darse cuenta, cuando tiene visitas.
A Frida la conocí en La Plata, cuando fui a firmar ejemplares de mi libro, en una librería. Ella se mantuvo largo rato al margen, mirándome, oyendo lo que hablaba con las demás personas que se acercaban y me hacían preguntas. Por fin (digo por fin, porque en el libro hablo de la muerte, y se trasluce en muchas de sus frases mi temor a morirme joven, como murió mi madre), por fin alguien mencionó la muerte; entonces Frida deshilvanó su voz y dijo:
-Pero perder un hijo es algo de lo que uno no se recupera nunca...
La miré. En sus ojos había, además de tristeza, una especie de súplica, una enorme necesidad de que me dedicara a ella. Y lo hice porque sentí el impulso tremendo de hacerlo.
Me mostró una foto de su niña muerta, una donde Miriam Raquel sonreía descubriendo sus hoyuelos, y su pelo largo brillaba bajo la luz de los focos de la casa de fotografía.
-Tenía nueve años... ¿Sabe?- murmuró-. Yo la fui recuperando a pedacitos en los cuentos que usted escribió para Verónica. Cuando los leía, cobraba vida nuevamente mi niña...
Entonces yo le dije que hacía tiempo que me estaba rondando un cuento para las madres que habían perdido un hijo pequeño... y ella me pidió que ese cuento se lo dedicara a Miriam Raquel. Y para Miriam fue también la dedicatoria que escribí en la primera página del libro.
Frida se fue; al rato volvió con una caja de bombones para Verónica, le dio un beso y me pidió la dirección de mi casa para escribirme cuando sintiera la necesidad de hacerlo.
Pensé, entonces, que si mi libro había servido para darle consuelo aunque fuera a una sola persona, ya tenía su cometido cumplido. Y por primera vez me di cuenta del poder que tenían esas letras impresas.
Apenas unos días de aquello habían transcurrido, cuando Verónica entró de la calle,  diciendo:
-Mamá, abajo está la señora que me regaló los bombones en la librería de La Plata.
-Será parecida...-comenté.
-No, es ella; vino con el marido..., quieren verte..., están conversando con papá, enseguida suben...
Y eran. Frida, con una luz nueva en los ojos y con una sonrisa ancha y blanca que no le conocía. Él, más callado, más cauto, tal vez menos convencido de que mi hija y yo pudiéramos ser depositarias de ese juego de té que traían entre las manos, como un verdadero tesoro.
El juego de té con el que casi no alcanzó a jugar Miriam Raquel.
El juego de te que Frida quería que fuera usado hasta el cansancio o hasta la rotura total por mi Verónica.
El juego de té que el marido de Frida no entregaba del todo...
Por si no hubiéramos estado en casa porque era domingo, ellos habían traído una tarjeta escrita para dejar su valiosa carga en portería: “Cuando nos tienden una mano amiga, sólo podemos decir desde el fondo del alma, muchas gracias.”
“Señora Poldy Bird, dulce Verónica: gracias por ser ambas como son. Dios colme de bendiciones vuestro hogar y, por favor, acepten esto en recuerdo de Miriam Raquel, una niña también muy dulce que debe sonreír desde el cielo porque otra chiquita jugará con algo que fue de ella. La Plata, diciembre de 1970”.
De porcelana blanca, cascarita de luna, con una rosa rosa y otra amarilla..., el jueguito de té fue puesto en su caja, pieza por pieza... Verónica jugó muchas tardes con él...; ella, tan destrozona, tan manos de manteca para las cosas finas, no rompió ni un platito, ni una taza.
-Mamá, ¿dónde está el jueguito de té que me regaló la señora de La Plata?
-No sé..., debe estar por ahí..., entre tus juguetes... El día que ordenes los cajones lo vas a encontrar... ¿No está muy fuerte el televisor? ¿Por qué no vas a bajarlo?
Ella se olvida al momento. Tiene la inconstancia de los ocho años. Algún día le voy a decir que la caja, con el juego de té, esta en... el estante más alto de mi placard. Algún día, cuando sea más grande, le voy a contar esta historia, que ella conoce a medias... y entenderá, estoy segura, por qué guardé el juego antes de que lo rompa... Porque no es solamente un juguete..., es un símbolo..., es todas las madres y todos los padres y todas las nenas sorbiendo agua transparente en tacitas de porcelana blanca..., es la niñez poniendo los dientes bajo la almohada para que el ratón Pérez o el ángel de la guarda le ponga una moneda..., es un globo amarillo soltándose, en la plaza, y estampando en el cielo una mota de oro...
Miriam Raquel: ese jueguito de té no ha perdido del todo el roce de tus manos. Las manos de mi niña lo volvieron más tibio. Y no fue mi egoísmo el que lo guardó en ese estante alto..., sino mis ganas de tenerlo para siempre..., de que tu mamá sepa que otra nena jugó con él, y tu papá sepa... que otra mamá lo cuidó porque esa porcelana blanca, cascarita de luna, nunca va a dejar de ser tuya...


Poldy Bird
“Nuevos cuentos para Verónica”
Ediciones Orión. Buenos Aires, 1975.
 Para leer éste y otros cuentos de Poldy Bird:
http://www.megaupload.com/?d=QHOSHK7N
Para saber más de la autora:
http://www.poemas-del-alma.com/blog/biografias/biografia-de-poldy-bird

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE, un poema de Francisco de Quevedo

 Archivo:Retrato de Francisco de Quevedo.jpg

  Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido:

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

FRANCISCO DE QUEVEDO
Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, conocido como Francisco de Quevedo (Madrid, 14 de septiembre de 1580 – Villanueva de los Infantes, 8 de septiembre de 1645), fue un escritor español del Siglo de Oro. Se trata de uno de los autores más destacados de la historia de la literatura española y es especialmente conocido por su obra poética, aunque también escribió obras narrativas y obras dramáticas.
Ostentó los títulos de señor de La Torre de Juan Abad y caballero de la Orden de Santiago.

Para saber más del autor:
http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_de_Quevedo

CANCIÓN DE NAVIDAD, de Charles Dickens

 
  Para empezar, Marley estaba muerto. No había ninguna duda sobre ello. El certificado de su entierro fue firmado por el clérigo, por el escribano, por el 
empresario de pompas fúnebres y por el que preside el duelo. Scrooge lo firmó 
también, y cualquier cosa que en la bolsa tuviese su nombre debajo, era buena. 
Marley había muerto. Esto debe quedar claro, porque de lo contrario no puede 
resultar nada extraordinario de la historia que voy a contar. 
Scrooge nunca borró el nombre del viejo Marley. La firma era conocida como 
"Scrooge y Marley", unas veces le llamaban Scrooge y otras Marley, pero él 
contestaba a ambos nombres. Le daba igual. 
   Era tacaño el viejo Scrooge, duro y cortante como un pedernal; gruñón, reservado 
y solitario como una ostra. El frío que llevaba dentro helaba sus viejas 
facciones, mordía su nariz afilada, arrugaba sus mejillas, endurecía su forma de 
andar, enrojecía sus ojos, ponía azules sus labios delgados y salía al exterior 
en su voz ronca. 
   Una vez, el mejor día del año, es decir la víspera de Navidad, el viejo Scrooge 
estaba sentado, muy atareado en su despacho. El tiempo era crudo, frío y nevaba. 
Los relojes acababan de dar las tres, pero ya había oscurecido. La puerta del 
despacho de Scrooge estaba abierta para poder echar el ojo a su escribiente, que 
copiaba cartas más allá. Scrooge tenía un fuego raquítico, pero el del 
escribiente era un solo carbón. 
-¡Felices Navidades, tío! ¡Dios te guarde! -gritó una voz animada. 
Era el sobrino de Scrooge. 
- ¡Bah! -dijo Scrooge-. ¡Paparruchas! 



  Para leer "Canción de Navidad", hay que seguir el enlace:
http://www.acanomas.com/Libros-Clasicos/13510/Cancion-de-Navidad-(Charles-Dickens).htm

   Así comienza este famosísimo relato de Charles Dickens, uno de los mejores narradores de todos los tiempos.
  Para saber más del autor:
http://poesimistas.blogcindario.com/2007/09/00134-charles-dickens-biografia-breve.html

jueves, 22 de diciembre de 2011

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La Historia Más Bella


Desgastamos con el uso, ya lo dije, las palabras. Pero cuando se dicen con hondura, cuando salen de muy adentro, vuelven a recobrar la fuerza con la que debieron ser dichas, la primera vez que se dijeron.


Veo el Fin al final del libro. Acabo de recorrer entre los brazos y la esperanza de un abuelo una bella historia, la bella historia jamás contada, una historia que solo me ha enseñado el tobillo, pero que se intuye al terminar. La historia de las palabras y los cuentos. La historia de una niña que pierde las ganas de vivir, y que al perder esas ganas de vivir la someten a todo tipo de pruebas para salvarla, y a la que solo salvará la historia más bella jamás contada. Y en la búsqueda de esa historia su abuelo encuentra lo que quería decirle, por encima de la vida la historia más bella  no está escrita en ningún libro, ni es tampoco un cuento. La historia más bella es la vida misma. Y encontrar eso cuesta, aunque uno lo intuya. Y la muerte tampoco es el final, es un principio. Y el dinero tampoco nos da la vida. La vida nos la dan las palabras, porque nombrar, decir y contar es mucho más que leer. Quienes tengan hijos me entenderán a la primera y quienes no los tienen sólo tienen que recordar esas historias gastadas que nos contaban de niños a la luz del hogar o arropados por las mantas en invierno. Historias que sabíamos, mal leídas quizá, pero que nos transportan a otro tiempo, a nuestro tiempo de felicidad extrema, cuando llorábamos por no tener un chupachús pero que fueron nuestros tiempos felices. La historia más bella es una triste y bella historia. Y lo mejor es la evolución de un abuelo desesperado, ver como cambia como empieza a darse cuenta que la vida no es acumular dinero sino acumular historias. Nuestras historias, las que vivimos, las que sentimos, las que se nos pegan a la piel. Las que nos contamos en las noches oscuras, las que nos cuentan en páginas que leemos. Porque leer es vivir en las páginas de libros las historias de otros, es sentir en nuestros ojos historias que otros nos cuentan. Son cuentos de hadas o de demonios pero vivimos en las palabras que nos brindan desconocidos, que conocemos a partir de leerlos. Uno pasea un libro bajo el brazo y lleva dentro lo que otro le cuenta, y en este caso lleva un libro que habla de narrar vidas, vidas de gentes no triunfadoras mendigadas por un triunfador. Historias anónimas que son capaces de salvar una vida, porque la vida es para vivirla y necesitamos que nos cuenten otras vidas a veces para vivir la nuestra o para que nos den un toque en el alma y darnos cuenta que no la estamos viviendo. Contar, leer también es vivir aunque no lo crean. Por eso me ha encantado "La historia más bella", por eso la he leído con una lágrima al borde de los ojos y la he acabado con una gran sonrisa de satisfacción, igual ustedes quieren probar. Sólo han de buscarla y dejar que penetre en ustedes con el dulce recuerdo de la infancia.

martes, 20 de diciembre de 2011

Calladas Rebeldías


“Quien no lo sepa es hora de que lo aprenda: todos los apodos tienen su historia y su porqué. Y son cabales, precioso y aun exactos en su origen, como producto que lo son de sagaz sabiduría popular”.


Calladas rebeldías no deja de ser en cierto modo la vida del “Tío Cigüeño”, mozo soriano que vive los primeros años del siglo XX, muriendo al principio de la guerra civil. Situar una novela en esos años te permite contar una vida que ya no conocemos, que como mucho hemos oído en los labios de los abuelos al calor de la lumbre junto al café de puchero. Carmelo Romero nos lleva a ese entonces desde el ahora, con una prosa decimonónica. Nos enfrenta al un mundo apenas recordado, al temido servicio militar en colonias, al pago a cambio de ir a la mili, al pueblo explotado, no enseña los dientes del hambre, nos habla de un pícaro que sobrevive como puede porque cuando el hambre aprieta uno hace cualquier cosa para seguir vivo. Nos habla de caciques y compra de votos, algo común que se somete en el pueblo a votación. Nos habla de la república en un pueblo pequeño en el que no tiene la misma trascendencia que la proclamación en Madrid o Barcelona.

Nos presenta la vida desde el bando de los perdedores, el “Tío Cigüeño”  es un hombre pobre que vive trabajando desde bien pequeño, pero también es un luchador y creo que en la lucha es dónde encontramos la simpatía por el personaje y sus circunstancias. Nos lleva por caminos de Soria que podían ser también otros, los caminos de Zaragoza o Teruel. Nos habla de las pequeñas miserias de gentes que vivían de un modo diferente al que vivimos ahora pero que nos recuerda el sabor del queso fuerte y el olor de la lumbre en la ropa. Nos habla de la integridad de un hombre que acabo siendo alcalde en la república y del cambio político que recuerda en cierto modo a Lampredusa y su Gatopardo “Todo cambia para quedar siempre igual”. Porque los cambios políticos son eso, cambios para ser lo mismo al final y los hombres siguen sometidos a la sinrazón del político que compra votos o al que te gobierna. Nos habla de tierra perdida y lugares olvidados, de sitios desconocidos, de sensaciones desconocidas para la mayoría hoy en día. ¿Mis hijas entenderán este libro? Lo dudo. Incluso a mí me cuesta mucho entender que eso sucedía. Porque pese al cambio para quedar igual hemos cambiado, hemos evolucionado. El siglo XX ha supuesto un tremendo cambio y ahora cualquiera puede llegar a obtener cualquier trabajo al que aspire.

Nos narra la vida desde la sabiduría popular. ¿Desean ustedes coger de la mano al Tío Cigüeño y recuperar la memoria de un tiempo pasado? Pues ya saben, abran el libro y lean. Estoy segura que no le va a decepcionar.

lunes, 19 de diciembre de 2011

RIMA LII, de Gustavo Adolfo Bécquer


Fotografía tomada del blog de ABEDUGU
 (http://naturalezamaravillosa.blogspot.com/2007/07/el-mar.html)

   Olas gigantes, que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
     ¡llevadme con vosotras!
   Ráfagas de huracán, que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
    ¡llevadme con vosotras!
   Nubes de tempestad, que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
     ¡llevadme con vosotras!
   Llevadme, por piedad, adonde el vértigo
con la razón me arranque la memoria...
¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
               GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

MAESE PÉREZ, EL ORGANISTA, de Gustavo Adolfo Bécquer

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

-¡Toma! -me contestó la vieja-. En que éste no es el suyo.

-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

-Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años.

-¿Y el alma del organista?

-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

- I -
-¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

»¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

»A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ése es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

»Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe, y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco.

»Mirad, mirad ese grupo de señores graves: ésos son los caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pedro Botero... ¡Ay vecina! Malo..., malo... Presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues, por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. Mirad, Mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia... ¿No os lo dije?

»Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... Los grupos se disuelven... Los ministriles, a quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... Hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... ¡Y luego dicen que hay justicia! Para los pobres...

»Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la obscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes... ¡Vecina! ¡vecina! Aquí..., antes que cierren las puertas. Pero, ¡calle! ¿Qué es eso? ¿Aún no ha comenzado cuando lo dejan? ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor arzobispo...

»La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga la candelilla que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle obscura... Es decir, ¡ellos..., ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad que si se buscaran..., y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

»Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia antes que se ponga de bote en bote..., que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades puedo decir que le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues, nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo que a tientas..., porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver responde: «Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas». «¿Esperanzas de ver?» «Sí, y muy pronto -añade, sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...»

»¡Pobrecito! Y sí lo verá..., porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de la capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego el muchacho mostró tales disposiciones, que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre; pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo..., las voces de su órgano son voces de ángeles...

»En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... Y cuando alzan..., cuando alzan, no se siente una mosca...; de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la misa, vamos adentro...

»Para todo el mundo es esta noche Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros».

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

- II -
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas, que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la misa.

Ésta fue la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo ni a su muerte dejará de usarse ese instrumento por falta de inteligente...

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.

-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la misa.

En aquel momento sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y después de haberla consagrado comienza a elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, al confundirse, formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando, pero sus voces se apagaban gradualmente como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse cuando de pronto sonó un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros. Y nadie sabía responder y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que, precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

-¿Qué hay?

-Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.

- III -
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara: ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece, pues en Dios y en mi ánima que si el señor arzobispo tomara mano en ello es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... Ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir... Sólo que yo, así..., al vuelo..., una palabra de acá, otra de acullá..., sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo...; y digo, no es cosa la gente que acude...; cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay, si levantara la cabeza el muerto se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes! Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no haya más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y va a comenzar la misa... Vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre, camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

-Es un truhán, que, por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.

-Es un ignorantón, que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero y aquél apercibía sus sonajas y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendoso algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo, que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos..., todo lo expresaban las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca...

Cuando el organista bajó de la tribuna la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia-: vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?

-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.

-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.

-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro-, porque es viejo y malo y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna después de haber suspendido el auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como si le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con todas veras..., yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

- IV -
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaron en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

-Ya lo veis -decía la superiora-: vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

-¡Miedo! ¿De qué?

-No sé..., de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la misa, y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola..., abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora..., no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas..., muchas...; estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y obscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi..., le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano mientras tocaba con la otra a sus registros... y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora y el hombre aquél proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

-¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Ave María al Arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles. Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez...

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

-¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando..., sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

-¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo?... ¡Aquí hay busilis...! Oídlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... ¿Y para qué? Para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé, en la catedral, no fue otra cosa... Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... Aquí hay busilis; y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.

(http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/becquer/rimyley/maese.htm)

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER PARA SABER MÁS:
http://es.wikipedia.org/wiki/Gustavo_Adolfo_B%C3%A9cquer
Gustavo Adolfo Domínguez Bastida (Sevilla, 17 de febrero de 1836Madrid, 22 de diciembre de 1870), más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer, fue un poeta y narrador español, perteneciente al movimiento del Romanticismo, aunque escribió en una etapa literaria perteneciente al Realismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque mientras vivió fue moderadamente conocido, sólo comenzó a ganar verdadero prestigio cuando, tras su muerte, fueron publicadas muchas de sus obras.
Sus más conocidos trabajos son sus Rimas y Leyendas. Los poemas e historias incluidos en esta colección son esenciales para el estudio de la Literatura hispana, siendo ampliamente reconocidas por su influencia posterior.